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La fracasada obsesión del todo total

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Managua es una ciudad extraña gracias a las imposturas oficiales, que bien podemos llamar mesiánicas, y que buscan alterar de manera artificial el paisaje. Pongamos por caso, en primer lugar, los árboles de la vida, o arbolatas como han sido bautizados por el ingenio popular, estructuras de fierro de gran altura y peso sembradas en calles, rotondas y avenidas por docenas.

Precisamente, abro mi novela Ya nadie llora por mí, con la visión de ese bosque hechizo. Mientras el inspector Dolores Morales recorre en su viejo Lada la carretera a Masaya, llegando a la rotonda Jean Paul Genie, él, y el lector, se enfrentan a esos adefesios coloridos:

"Las estructuras metálicas de los árboles de la vida poblaban el camellón central y los espaldones de la carretera formando un bosque inmenso y extraño, los arabescos de sus follajes amarillo huevo, azul cobalto, rojo fucsia, verde esmeralda, violeta genciana, rosa mexicano y rosado persa, alzándose entre la maraña de rótulos comerciales..."

Un escritor que en otra novela tuviera que describir el mismo paraje urbano, ya no contaría con la visión de esos árboles, pues durante las demostraciones populares del mes de abril, encabezadas por jóvenes estudiantes, de los cuales cerca de 50 perdieron la vida bajo las balas de la policía y de fuerzas paramilitares, muchos fueron derribados entre clamores triunfales. Según los videos que registran las escenas, los muchachos sembraban plantitas de árboles verdaderos en el lugar donde habían estado las monstruosas estructuras.

Pero aún quedan bastantes en pie. Mucho se ha especulado sobre el significado esotérico de estos árboles sin vida, que provienen aparentemente de una tradición muy lejana, esparcida por todos los confines de la tierra, y según lo que puede leerse, siempre tuvieron una sacerdotisa encargada de su culto. Unen el cielo y el infierno, el orden y el caos, la vida y la muerte, el conocimiento del bien y del mal, y representan todas las formas de creación, imagen misma del cosmos; pero, sobre todo, protegen a quienes ejercen el poder de las acechanzas malignas de sus enemigos. Un antídoto eficaz, se lee en otra parte, contra el mal de ojo.

La pretensión de controlar el paisaje es ya un exceso. Pero en realidad, la presencia invasiva de las arbolatas es sólo parte de una omnímoda voluntad de controlar el todo, o controlarlo todo, algo que parece sacado del mundo orwelliano pero más asfixiante aún. Esta voluntad ha controlado la estética urbana, de la cual son parte los árboles, volviéndola disparatada y miserable, también con gigantografías de la pareja presidencial cambiadas periódicamente, como si se tratara de lienzos sagrados, ineludibles a la mirada, a los que debe rendirse pleitesía.

Es la misma voluntad que controla los colores, bajo la explícita voluntad de que la gama caprichosa que empieza con el rosado chicha identifique al poder, en las múltiples banderolas alrededor de los monumentos, paredes de los edificios públicos, muros y bordillos de aceras. Y hasta la tipografía. Hay un tipo único de letra que debe usarse para los encabezados de los membretes de gobierno en documentos, oficios, cartas y sobres, que se alterna con la caligrafía de la primera dama, su letra inscrita también hasta en los billetes de lotería. Y un distintivo más, obsesivo como pocos, es la @ para marcar de una vez el masculino y el femenino en esos mismos documentos y comunicados de prensa.

No solo es lo visual total. No se salva tampoco la música que resuena por los altoparlantes en las plazas, una mezcla de viejo rock de los sesenta y baladas nostálgicas que van de los Beatles a Janis Joplin y Bob Dylan, ni la coreografía, porque los actos oficiales son una exacta y metódica puesta en escena entre folclórica y sicodélica. Ni los deportes, porque los juegos entre el Real Madrid y el Barça se proyectaban en pantallas gigantes para atraer a la clientela joven, provista de cervezas a granel. Y, por supuesto, las consignas, que son creaciones poéticas de notable extravagancia.

Más la obsesión por el todo cobró también otra sustancia. Empezó extendiéndose a la religión católica y a la apropiación de sus símbolos, oraciones, letanías y lemas, sino también a los costos a la Virgen María, reproducidos por decenas cada mes de diciembre a lo largo de la avenida capitalina que hoy se llama "De Chávez a Bolívar", donde recién pasadas las últimas elecciones presidenciales se leía en cada uno: "¡Victoria, victoria, María triunfó!". La que había triunfado era la Virgen, convertida en valedora del partido oficial.

Hoy, quizás en castigo a la infidelidad de los obispos, que han condenado las masacres contra los estudiantes y exigen un nuevo orden democrático, el cambio de sintonía religiosa ha sido hacia la iglesia neopentecostal, y los empleados públicos son convocados en cada dependencia a cultos de oración y alabanza, que también se realizan en las rotondas de la ciudad. Los policías antimotines, antes de su jornada diaria, deben rezar estas alabanzas de rodillas en el patio de maniobras de sus cuarteles, según puede verse en los videos que circulan profusamente en las redes sociales.

La gente se ha revelado contra esta imposición, entre otros tantos motivos. Es uno de tantos agravios que tras años de silencio hoy se están cobrando. Y como en ese guión total de diseño, color, luz y sonido nunca cupieron los colores de la bandera de Nicaragua, hoy esos colores, azul y blanco, se han vuelto subversivos. Corren a borrarlos donde la gente los pinta. Pero es una oleada. Lo que los vendedores callejeros venden hoy en exclusiva, son banderas de Nicaragua. O hay quienes las distribuyen gratuitamente.

En las redes cuenta un ciudadano que en un alto, mientras conducía, tomó la bandera que un niño le ofrecía, pero como el semáforo cambió a verde tuvo que avanzar. Luego regreso, y quiso pagarle.

―No señor –fue la respuesta del niño―. La bandera no se vende.

 

Masatepe, Mayo 2018
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