Tenía dieciséis años cuando salí de mi pueblo natal, Masatepe, para matricularme en la Escuela de Derecho en León. Mi padre nunca dudó que yo sería abogado. Yo sí tenía esa duda. O una certeza, quería ser escritor. Pero de todas maneras fui el primero en obtener un título universitario entre mis 56 primos hermanos.
Acababa de triunfar la revolución cubana y había manifestaciones diarias de estudiantes. Yo también estuve pronto en las calles, otro mundo distinto de aquel de donde yo venía, porque mi familia era leal al partido liberal de los Somoza. Me veo subido a una balaustrada arengando a los estudiantes en imitación del discurso radical de mis compañeros. Levantábamos a la gente y se sumaban cientos de personas. Hasta que llegó aquel 23 de julio.
El cuartel de la Guardia Nacional estaba a dos cuadras de la Universidad, en una de las esquinas de la plaza central. Un pelotón de soldados nos cerraba el paso y pocos segundos después escuché el estallido de una bomba lacrimógena. Vi correr por el pavimento las latas rojas humeantes que estallaban y quedé cegado por el gas. Oí los primeros disparos de los fusiles Garand, luego el tableteo de una ametralladora y comencé a correr. A escasos metros me topé con la puerta de servicio de un restaurante. Empujé la puerta y cedió. Subí a un dormitorio de la segunda planta que daba a la calle, donde había dos niñas en una cama, acompañadas de una empleada.
“Estamos solas aquí”, me dijo la mujer con voz temblorosa.
Me asomé por el balcón y los soldados estaban colocados en tres posiciones: de pie, de rodillas y acostados, todos con los fusiles humeantes. Uno con una ametralladora de trípode se hallaba echado en la esquina, en la banda izquierda. En la banda derecha yacía un montón de cuerpos. Alguien gritaba: “¡Una ambulancia!, ¡una ambulancia!”.
La mujer me dijo que no había un teléfono. El aire se había vaciado de ruidos y todo me parecía en cámara lenta. Vi llegar a un cura que daba los sacramentos a los heridos, un cura norteamericano que de casualidad se hallaba en León, y luego supe se apellidaba Kaplan.
En ese momento estalló la banda de sonido en la película muda y escuché la sirena de las ambulancias y desde el balcón vi que la guardia no las dejaba pasar. Fernando Gordillo, con quien dirigí la revista Ventana donde él publicaba poemas y yo cuentos, envuelto en una bandera marchaba resuelto ofreciendo el pecho al pelotón de soldados.
Parecía, me parece un sueño. Bajé corriendo, le grité que se detuviera.
No me hizo caso, no me oía. El pelotón abrió sus filas en ese momento para darle paso a las ambulancias, y luego retrocedió hacia el cuartel. Olía pólvora. Erick Ramírez, mi compañero de banca, estaba tendido en el suelo. Tenía un orificio en la espalda. Me arrodillé a su lado para decirle que lo llevaríamos al hospital y cuando lo volteé vi que tenía el pecho desflorado por el balazo.
Subimos a los heridos y a los muertos en taxis y en vehículos particulares para trasladarlos al hospital. Era la primera vez que entraba a una morgue. Ahí descubrí sobre una de las losas a otro compañero de banca, Mauricio Martínez.
Erick y él tendidos sobre las losas esperando para ser lavados con una manguera. La cuenta total fue de setenta heridos y cuatro muertos. Ese fue el día que mi vida cambió para siempre.
La década de los sesenta, la que no se repetirá, y sin la que nada de lo que está por venir en mi vida sería posible, ni lo que me tocó vivir ni lo que me ha tocado escribir. Aprendí que la más lúcida de las compatibilidades es que podía ser un escritor y un revolucionario, alguien que piensa y que hace, y que encuentra que su sensibilidad para escribir es la misma que le sirve para pensar que otro mundo es posible en la realidad y en la narración, tierra y cielo, el yin y el yang. Entré en el Club de la Serpiente, fui cronopio de primera fila y no apretaba el tubo de pasta dentífrica desde abajo. Cortázar y Frantz Fanon, el Che y Janis Joplin, Martin Luther King y los Beatles, Ben Bella y los Rolling Stones, Lumumba y Bob Dylan, Woodstock el gran campo de batalla lo mismo que lo era la cordillera de los Andes, Argelia y el Congo, las calles de París en mayo y la plaza de Tlatelolco en octubre de 1968.
Ser joven por primera vez en la vida es una carga seria, la barricada cierra la calle pero abre el camino. Es necesario explorar sistemáticamente el azar, dicen también los grafitis, una frase que parece escrita por Cortázar. Sin los sesentas no habrá setentas, querido Perogrullo, sin esa explosión de locura y esperanzas no habrá revolución en Nicaragua, todos esos ríos azarosos y revueltos que van a dar a la mar, que es el vivir. Los guerrilleros en sus escondites leían Rayuela y leían La ciudad y los perros, el boom también era una rebelión armada; un primo mío comandante guerrillero se puso por seudónimo Aureliano, por Aureliano Buendía, y otro vino a llamarse directamente Macondo. A nadie hubiera extrañado ver a un Ixca Cienfuegos con el fusil en la mano en busca de la región más transparente del aire.
En el mismo Paraninfo de la Universidad de donde salimos en manifestación la tarde de la masacre veinte años atrás, en otro mes de julio, soy juramentado como miembro de la Junta Revolucionaria de Gobierno de cinco miembros. León liberado, capital provisional, una trinchera en cada bocacalle, bulle este 19 de julio de guerrilleros adolescentes que se pasan el santo y seña.
Somoza ha huido a Miami con su familia y sus secuaces y la Guardia Nacional se ha desbandado. En las pantallas de televisión Sandino se quita y se pone el sombrero en una vieja toma de archivo de Movietone de pocos segundos. Y al día siguiente estamos ya en Managua, un viaje bajo un cielo ardiente sin nubes a bordo de unos Mercedes negros quitados a jerarcas del régimen.
Y otra vez, la sordera. No hay sonidos en el aire cuando subidos a un camión de bomberos rojo encendido, avanzamos por las calles desiertas hacia la plaza donde está todo el mundo y de pronto estalla el bullicio y las campanas de la Catedral repican. La historia seguirá siendo escrita por los sobrevivientes porque quienes tejieron la urdimbre de este día quedaron en el camino, empezando por Erick y Mauricio, mis dos compañeros de banca, y Jorge Navarro, mi otro compañero de banca que dejó el aula para irse a la guerrilla y murió en las selvas de Bocay con los pies engusanados. Son miles atrás en el camino.
Esta es una revolución de los muertos que pesará sobre las espaldas de los vivos ahora que pretendemos un mundo que no se parezca a ningún otro del pasado. Improvisación y locura. Hay que alfabetizar en pocos meses, acabar con la poliomielitis, repartir la tierra hoy, no mañana. El futuro es concreto y lo imposible no existe: tomemos en serio la revolución pero no nos tomemos en serio a nosotros mismos, decían las paredes de la Sorbona, y esa fue una regla de oro que seguimos con alegría desde el nuevo poder hasta que llegamos a olvidarla. Cada vez que un ideal se convierte en decreto, algo de ese ideal se pierde, y cuando ese decreto se aplica, se pierde aún más, advertía Pasternak. Nadie estaba para oír advertencias pero l a burocracia es un animal sordo y ciego que se alimenta de papeles, leyes, decretos, reglamentos, circulares.
En una reunión de conspiradores en San José de Costa Rica se planeaba el ataque al cuartel de San Carlos en el río San Juan en 1977, y entre quienes iban a participar en la acción se hallaba el Chato Medrano, fugado del hospital donde convalecía después que le habían cortado medio intestino grueso, y mientras señalaba con una mano un mapa con la otra se sostenía la bolsa por la que defecaba y así se fue al combate donde lo mataron. Santidad, si es que no tiene otro nombre.
De él me acordé cuando perdimos las elecciones en 1990, aturdido entre la bruma de la derrota inesperada, porque cómo iba el pueblo a votar en contra de una revolución popular; y cuando la revolución se fue por el caño de otra derrota peor que fue la derrota ética, me acordé de Panchito Gutiérrez muerto mientras disparaba una ametralladora .50 contra el cuartel de Rivas en 1978 y dejó huérfanos a sus tres hijos; más muertos que recordar sólo que ahora no había remedio.
Cayó el muro de Berlín, la ciudad dividida donde yo viví en los setenta, y se acabó el fementido socialismo real. Esos noventa cuando mueren los sesenta, los sueños colectivos hechos trizas y el pensar en los demás se convierte en el pensar solamente en uno mismo que es la gran derrota de la aventura humanista, el futuro tan luminoso de los himnos de victoria que pervirtió el egoísmo.
He visto a los más valientes de mi generación destruidos por la codicia, guerrilleros heroicos convertidos en millonarios, protagonistas de la más grande de las tragedias éticas de esa historia. Envilecidos por el poder y por la idea de poder para siempre. Pero también he visto a otros que también estuvieron a la cabeza de la revolución y jamás tocaron un centavo ajeno y viven en digna pobreza: esos son los imprescindibles.
Si miro atrás me veo como fui entonces, y me digo que volvería a hacer lo mismo que entonces hice. Nunca podré arrepentirme de haber creído porque sería arrepentirme de haber vivido, ni tampoco cedo a la tentación de corregirme a mí mismo. Pero, ay, no puedo regresar a cobijarme bajo la sombra del lozano árbol dorado de la juventud, y las teorías, tan grises que fueron siempre y ya ni hablemos de las tétricas ideologías mamotréticas, ideologías redentoras que cuando terminan en maquinarias de poder transforman en bagazo los ideales.
Siempre rechazaré el poder malévolo que se disfraza de benefactor para oprimir, esa rueda que da siempre las mismas vueltas y muele las mismas palabras engañosas y numerosas porque la mentira es siempre exuberante. La verdad que no cambia en mi vida sigue siendo un compañero de aula tendido en una losa de la morgue esperando ser lavado por una manguera.
Entré en una revolución, no en la política, qué importante se vuelve a estas alturas la semántica, y lo hice abandonando mi oficio de escritor que luego recuperé cuando ya no hubo más revolución, mi territorio para siempre donde vivo a gusto y el más libre que uno pueda imaginar. Piensas, luego existes; existes, luego imaginas. Pero el viaje por el otro territorio de la revolución me trajo una experiencia de vida inolvidable, y recogí tantas cosas que aún no acabo de vaciar mi equipaje. Me haría falta otra vida para escribirlas y describirlas todas.
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