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La novia del Xolotlán

 

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Un corrido de aires festivos  canta a Managua como la novia del Xolotlán, nombre del lago de sus orillas en lengua náhuatl. Una capital con una leyenda idílica, antes de que el terremoto de la medianoche del 22 de diciembre de 1972, hace ahora cuarenta años, la hiciera desaparecer; el Xolotlán, un lago de cristal, aunque fuera la cloaca de la ciudad; lagunas volcánicas de celofán, y de terciopelo la sierra que la custodiaba desde el sur.

Managua era una típica capital centroamericana de aires provincianos, de poco menos 250 mil habitantes, calles estrechas, construcciones de taquezal y tejas de barro, entre algunos edificios que alojaban bancos y tiendas comerciales, que se podía recorrer a pie desde la loma de Tiscapa, asiento del poder de la familia Somoza, hasta el lago Xolotlán, y donde al caer la tarde, cuando los negocios se cerraban y el tráfico disminuía junto con el calor de bochorno, las familias sacaban sus mecedoras y butacas a las aceras para las amenas tertulias entre vecinos.

Toda aquella vida quedó sepultada entre una inmensa polvareda, los edificios se quebraron por el espinazo, las casas de adobe sucumbieron sin remedio, y el terremoto cobró una cifra de vidas que nunca fue determinada, pero que bien puede llegar a veinte mil. La madrugada del día siguiente, cuando la gente no salía aún del aturdimiento, los vecinos se preguntaban de acera a acera cómo les había ido, y yo escuché a alguien responder: “a mí más o menos bien, sólo mi mamá…” O alguien decía: “sólo mi hermano”. Que un solo miembro de una familia hubiera muerto no dejaba de ser un consuelo, porque algunas habían perdido dos, o tres, o a todos.

Las paredes derruidas enseñaban muebles revueltos y descalabrados en dormitorios y salas, los colgajos de los alambres del tendido eléctrico pendían sueltos junto con los adornos luminosos de Navidad instalados en las calles. De alguna casa en ruinas salía un ataúd, otro más navegaba llevado en hombros entre el humo. Pronto no habría más ataúdes. En las aceras, cubiertas de cascajos, ripios y rótulos comerciales derribados, se alineaban los cadáveres sobre puertas desgajadas o sobre el piso desnudo, liados en sábanas.

Era como una película a la que hubieran quitado el sonido. Algunos vecinos se mecían lentamente en sus mecedoras en las puertas como si se tratara de una mañana de domingo, o una tarde de esas de tertulia apacible. No había gritos, ni lamentos, ni siquiera se oía crepitar las llamas que iluminaba las ventanas de los edificios con resplandor rojizo, ardiendo sin prisa ni estorbo porque el cuartel de bomberos se había derrumbado sobre los camiones apagafuegos.

La naturaleza tenía en las horas del alba esa indiferencia inocente que sucede a las catástrofes, la tierra antes conmovida en paroxismos ahora impasible, mientras las columnas de humo de los incendios se elevaban en volutas espesas por encima de los edificios derruidos. Un extraño orden reinaba en el agitado tráfico de vehículos que cedían el paso en las bocacalles donde los semáforos colgaban apagados, como si las luces rojas y verdes siguieran funcionando. Comenzaba ya el éxodo que luego sería total, camiones, camionetas de acarreo arracimadas de muebles y colchones, carretones de mano que transportaban muertos o heridos, taxis, motocicletas, bicicletas. Días después no quedaría nadie dentro del área mandada a alambrar por Somoza, un gran cementerio de ruinas, y un gran hedor.

En el Campo de Marte de la avenida Roosevelt, donde funcionaban varios cuarteles y se hallaban las instalaciones de la Academia Militar, los muros del perímetro habían colapsado, y sobre un montón de escombros un gordo vestido de civil empuñaba una ametralladora Thompson, como si temiera un asalto inminente a aquellas instalaciones que no existían más. Centenares de soldados habían muerto en sus covachas, aplastados por los muros, allí y en los cuarteles de la loma de Tiscapa, donde despachaba Somoza, que se había quedado solo en su residencia de El Retiro, con el micrófono del radioteléfono de su Mercedes Benz en la mano. Nadie respondía. Unos militares estaban muertos, o heridos, otros habían desertado para correr en busca de sus familiares, las cadenas de mando se habían roto. Hasta después del mediodía llegarían en camiones tropas del ejército de Honduras desde Tegucigalpa, y más tarde otras de Estados Unidos, transportadas en avión desde la zona del canal de Panamá.

Las vitrinas destrozadas de las tiendas ofrecían sus mercancías a todo el que quisiera tomarlas, trajes de gala, pianos eléctricos, perfumes, relojes, canastas navideñas, champaña, vinos, televisores, refrigeradores, equipos deportivos. Para los que nunca habían tenido nada era una fiesta, y el saqueo no tardó en empezar. Nunca olvido la imagen de un sargento vestido con su uniforme caqui, en el hombro un televisor, llevando de la mano a un niño que arrastraba una bolsa colmada de mercancías, alejándose ambos apaciblemente calle abajo. Más tarde, cuando la ciudad fue cercada con alambre de púas, serían los altos oficiales del ejército de Somoza los dueños de la rapiña.

La vieja Managua idílica fue borrada del mapa, pero nunca de la memoria, ni de la imaginación. Hay tantas Managuas de antes del terremoto como cabezas que recuerdan con nostalgia barrios, esquinas, calles, cines, cantinas, fritangas, restaurantes. Hoy lo que existe es una ciudad que ha multiplicado su número de habitantes, más de millón y medio, pero que nunca recuperó su centro, y es hoy un archipiélago de islotes dispersos, resultado también del cataclismo.

Una ciudad que no es ciudad, hecha para los vehículos, pero no para la gente, sin sentido urbano, sin aceras, sin espacios de recreación, sin parques, sin áreas verdes, contaminada por los rótulos incontables que asoman por todas partes y por el ruido, fruto de la improvisación y de la desidia, marcada por los signos más ofensivos de la pobreza masiva que conviven con los de una modernidad impostada, en un abismo de contrastes. La pobre y desarrapada novia del Xolotlán.

Masatepe, diciembre 2012

 

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