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Tal vez todavía es tiempo

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La joven periodista nicaragüense Dora Luz Romero, quien hace su maestría en la afamada Escuela de Periodismo de la Universidad Autónoma de Madrid, carrera que cuenta con el respaldo de El País, me hizo para este periódico una entrevista "En Corto", uno de esos interrogatorios a quemarropa al que hay que dar contestaciones breves y certeras, sin andarse por las ramas, todo un ejercicio gimnástico que deja sin aliento a la mente, y deja también una cauda de dudas acerca de la corrección, o propiedad de las respuestas, sobre todo cuando uno las lee ya impresas y no hay remedio.

Me preguntó, entre otras cosas, qué libro me había cambiado la vida, y dije que Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, que leí a los veinte años; ¿con quién me gustaría sentarme en una fiesta? Con Meryl Streep vestida como Sarah Woodrof en aquella película inolvidable, La mujer del teniente francés. Acerca de mi lugar favorito en el mundo: "mi casa de madera de pino en Masatepe, junto a una quebrada, rodeado de árboles que se estremecen con el viento"... ¿Qué me deja sin dormir? "A veces una foto, como la de José Palazón, los emigrantes africanos subidos a la cerca y abajo los apacibles e indiferentes jugadores de golf".

Pero hay una de mis respuestas que ha provocado entrañables comentarios de mis amigos: ¿Qué cambiaría de usted mismo? Y dije: "Me faltó aprender a bailar. Tal vez todavía es tiempo". Cristina Pacheco, escritora y periodista, esposa, además, del poeta ya ido José Emilio Pacheco, Premio Cervantes, y que mantiene desde hace muchos años el mejor programa de entrevistas culturales en el canal 11 de México, me puso este mensaje:

"La breve entrevista que te hicieron y apareció en la edición de hoy de El País me obliga a escribirte. Estoy emocionada por tus respuestas. Por favor, por lo que más quieras, aprende a bailar, Estás muy a tiempo. Bailar es algo maravilloso. José Emilio nunca aprendió a hacerlo y lo lamentó mucho. Poco antes de que todo terminara lo convencí de que bailáramos un danzón. La experiencia no duró ni 30 segundos pero fue encantadora, maravillosa. Nos divertimos mucho y él se rio de una manera que me permitió imaginarlo de niño."

Yo le respondí: "Tu mensaje me ha llegado hasta Praga y me ha iluminado el día. Te doy las gracias con esa misma alegría. Un día te contaré mi historia de no saber bailar que empieza porque de adolescente ya tenía mi estatura completa de seis pies y las niñas me despreciaban por eso cuando las sacaba a bailar en las fiestecitas...para ellas yo era, me decían, muy alto. Tulita, en cambio, es una tremenda bailarina. Imagínate que par de bailarines de mambo hubiéramos hecho Jose Emilio y yo. Pero te hago la promesa, pediré a mis nietas que me enseñen".

A partir de ese lejano episodio que conté a Cristina, cuando me convencieron que ser larguirucho era una anormalidad, mis posibilidades para el baile se cegaron y empezó a atormentarme la idea de que lo peor que puede haber en el mundo es hacer el ridículo en público. Esta idea se convirtió años más tarde en horror cuando en las campañas políticas en que anduve se puso de moda que los candidatos tenían que bailar en la tarima durante las manifestaciones, aunque fueran bailarines nulos, y lo peor, ritmos endiablados. Una de esas veces me tocó hacerlo a los acordes furiosos de la Sonora Dinamita. El padre César Jerez, mi leal y vigilante amigo, mandó a decirme con Tulita: "Decile a Sergio que mejor no baile en público, no es necesario". Para qué quería más.

Y otra vez Cristina, en su mensaje de respuesta: "Por favor, hazme ese favor, aprende a bailar. Sólo es cosa de sentir la música en la cadera, según me aconsejó Ninón Sevilla".

Entonces he caído en estado de pánico, un pánico filmado en blanco y negro, al sólo imaginarme bailando con Ninón Sevilla, con su vestido de rumbera de nutridos vuelos y en la banda de sonido la orquesta de Pérez Prado que toca La múcura que está en el suelo, en un cabaret nutrido de gente que nos hace rueda.

Madrid, noviembre 2015
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