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Balada para Vidaluz

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Cada vez creo más en la bondad de los libros de memorias como una manera de reconstruir no solo la vida vivida, sino también el entorno social que nos toca en suerte, y la historia de nuestro propio tiempo; una historia que nos cambia, lo mismo que nosotros la cambiamos a ella. Es la mejor manera de contar, a sabiendas de que los recuerdos relatados se erigen dentro de nosotros con una encantadora imprecisión imaginativa, porque la imaginación suele llenar los huecos de la memoria.

He leído recientemente las memorias de Vidaluz Meneses, Balada para Adelina, que comienza con la infancia al lado de una madre sola y de unas tías amorosas en Matagalpa, las temporadas de vacaciones en los minerales del Caribe, la vida trashumante  al lado de su padre, oficial de la Guardia Nacional, asignado a distinto cuarteles en el país, los días de colegio entre monjas. Y es allí, a la hora de describir esa lejanía, donde se alza entre la bruma todo lo anterior que he dicho acerca de la velada textura de los recuerdos.

Pero, además, este libro, hijo de la poesía, pues Vidaluz es una de nuestras poetas mejor dotadas, prueba la calidad extraordinaria de la mujer que es capaz de volcar en sus páginas memorables sus hazañas, y esta palabra no debe sorprender. No son hazañas que encarnen el relato de grandes hechos heroicos ni de batallas que inscribir en los textos de historia, de esas que no pocas veces se cuentan con vano orgullo. Son hazañas porque lo vivido se aparta de lo común, en la medida en que entra en el desafío de lo ordinario, de lo que se supone será la existencia de una muchacha educada por las monjas para ser esposa dócil y buena ama de casa.

Y su épica, lejos de la retórica que termina oliendo a pólvora falsificada, además de ser una épica cotidiana, relata hechos iluminados paso a paso por la convicción y la entrega, frutos de la conversión definitiva que la lleva a una vida nueva, plena a la vez que riesgosa, y a la que llega a través de un itinerario doloroso de contradicciones y alejamientos familiares.

Vidaluz se entrega a la lucha por la liberación de Nicaragua desde su vida doméstica, y desde su perspectiva de escritora, madre de familia y poeta a la vez, y no por último, desde su convicción cristiana. Armada de esta manera, decide enfrentar al régimen dictatorial en el que su padre llega a figurar como alto oficial castrense, lo que conlleva un primer gran desgarramiento que este libro suyo nos muestra. El siguiente desgarramiento ocurrirá cuando el general Meneses, pasado a retiro en el ejército, es enviado por Somoza como embajador a Guatemala, y un comando guerrillero de allá lo ametralla en plena calle.

Muchos de los que se comprometieron en aquella lucha fueron sometidos a diferentes pruebas. Resistieron los rigores del combate en la montaña, vivieron en las catacumbas de la clandestinidad; renunciaron a los privilegios de su clase, abandonaron las aulas, vieron caer a sus compañeros, o cayeron ellos mismos con las armas en la mano. Cada uno vivió su propia prueba. Sin embargo, la de Vidaluz en singular.

Ella, que nunca empuñó un arma, pero estuvo dispuesta a darlo todo con pureza ejemplar, sin esconderse jamás en dobleces, sufrió la prueba mordiente de dividirse entre el amor filial y el amor por la causa con la que se había comprometido, sin dejar ni lo uno ni lo otro. Su vida viene a mostrar así una tensión constante entre el amor y el dolor.

Enterró a su padre muy dentro de sí misma, y siguió adelante para dar de sí, con sinceridad y entusiasmo, lo que sus convicciones le dictaban, sin renegar del amor a su padre y sin renegar del amor a la revolución. Fue la gran prueba de su vida, y ahora lo cuenta con pulso firme, capaz de ofrecernos un testimonio auténtico y hermoso. Nada ha sido en vano. Nadie le quita lo soñado.

Masatepe, julio 2016
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