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El humo de la pólvora

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Con motivo de los acuerdos entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las FARC, que pondrán fin a una guerra de medio siglo en Colombia, el diario El Tiempo me pidió, junto con otros escritores, escoger un puñado de narraciones que en la historia de la literatura se refieran a la guerra, y a su siempre esquiva contraparte, la paz.

Ambas están presentes desde el principio en la literatura de todos los tiempos, porque desde el principio lo están en la realidad de la vida de los seres humanos. Hay decenas de ejemplos, desde La Ilíada de Homero, a Guerra y Paz de Tolstoi, a Por quién doblan las campanas de Hemingway, pero yo escogí para el ejercicio cuatro novelas latinoamericanas:

Hijo de hombre, de Augusto Roa Bastos (1960), que trata de la guerra del Chaco, librada a un precio devastador entre Paraguay y Bolivia, una guerra de la que Roa Bastos sería testigo presencial, pues en 1933, cuando tenía dieciséis años, se escapó del colegio con otros cinco compañeros, decididos al combate. Viajaron ocultos en un barco que llevaba tropas desde Asunción a Puerto Casado, y al ser descubiertos se les impuso como castigo lavar letrinas y vigilar prisioneros bolivianos. Las huellas de esta experiencia habrían de calar en la mente del adolescente que velaba sus armas de escritor.

La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes (1962), una saga de la revolución mexicana, que fue uno de los grandes hechos de la historia de América Latina. La novela es contada por uno de sus protagonistas en su lecho de muerte, un largo monólogo que se mueve de las penurias de la guerra hacia la apoteosis del triunfador: del héroe al antihéroe que se encumbre en el poder a costas de los que quedaron en el camino. Es la vieja lección de Balzac que Fuentes no olvida: los Robespierre se convierten en Napoleones. Y siempre habrá un arribista que salta desde detrás de las barricadas para terminar dueño de haciendas y empresas.

Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez (1967). Más allá de la retórica encendida, la conducta de los caudillos liberales durante las campañas militares viene a diferenciarse poco de la conducta de los gamonales conservadores en cuanto a la perversión en el ejercicio del mando y el provecho personal del poder, infalible en corromper los ideales.

José Arcadio Buendía empieza a hacer uso del poder arando su patio, y luego sigue por las tierras de los contornos, hasta acaparar todo lo que cubre su vista, sin faltar el terreno del cementerio. Y su sobrino Arcadio, que ha sido dejado al mando de Macondo por el coronel Aureliano Buendía cuando se va a la guerra, abre una oficina de registro para legalizar aquel latrocinio. Y el poder que da la guerra, que nunca deja de ser arbitrario, no tiene mejor ejemplo que el círculo de tiza que el mismo Aureliano Buendía hace trazar a su alrededor. La lejanía, y el aislamiento. Nadie puede acercarse al poder impunemente.

Mario Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo (1981). La guerra de Canudos, que tuvo lugar en el nordeste brasileño a finales del siglo diecinueve, se convierte en una gran parábola de todas las guerras, que tienen siempre un sustrato primitivo, y tratan de defender, o de consolidar, un proyecto de poder, de cualquier naturaleza que este sea.

Todas las utopías se parecen en su calidad de espejismo, y por tanto en su imposibilidad de realizarse. El caudillo mesiánico Antonio Conselheiro es capaz de mover a las armas a miles de campesinos sin tierra, indígenas, esclavos libertos. Pero la república constituida, con su poderío militar, se enfrenta a la utopía primitiva y la derrota para restablecer así el gran proyecto nacional de orden y progreso, no importa que los alzados peleen hasta caer el último hombre.

Masatepe, agosto 2016
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