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Retrato con blanco de cal

familia

Esta es una historia de familia. Un gigante descalzo de barba encrespada sopla en la madrugada el caracol que trae en su salbeque de caminante al llegar a la ronda del pueblo, detrás la recua de mulas cargadas de zurrones de cal. Ha andado leguas, sesteando en trechos del camino, desde los páramos de San Rafael del Sur que van a dar al mar, subiendo por los contrafuertes de la sierra, hasta alcanzar la meseta. En el pueblo de grandes solares arbolados faltan casas por construir, y muchas muestran la armazón desnuda de sus paredes de bajareque. Pero ahora se empeña con más fuerza en soplar, porque quiere que una mujer oiga su aviso.

Este es mi bisabuelo materno Francisco Gutiérrez entrando a Masatepe en diciembre de 1867, dispuesto al matrimonio con María Silva. Tengo su retrato de casados, cada vez más borroso como si sus imágenes se empeñaran en sumergirse en el agua amarilla del olvido. A él se le ve reposado y feliz, vestido de traje entero de dril, y descalzo. Se parece a mi hermano Rogelio. Los grandes pies de caminante de leguas, rajados por la cal, reclaman el primer plano. Sentado a sus anchas en la butaca, le extiende la mano a la esposa, de trenzas y largas enaguas.

Huérfana solitaria desde los trece años, a mi bisabuela María la sedujo la estampa barbada del gigante descalzo que de tiempo en tiempo cruzaba el pueblo en las mañanas de neblina arreando la recua. Una vez lo detuvo para preguntarle por el precio de un zurrón de cal pretextando que quería enjalbegar las paredes ya sucias de años. Él mismo se quedó hasta el anochecer encalando la casa con un hisopo de escobillas arrancadas al cerco.

La peste del cólera de 1857 se había llevado a toda la familia, comenzando por los hermanos más pequeños, la misma peste que diezmó a los ejércitos centroamericanos en guerra contra los filibusteros de Walker, y a la propia falange de los invasores. Eran tiempos en que los carreteros contratados por la intendencia militar iban preguntando de puerta en puerta si había cadáveres que acarrear a las fosas comunes, y hubo decenas de casas que quedaron pronto con las puertas de par en par, sin nadie adentro. Algunos, tomados por muertos, salían de las zanjas y regresaban, revividos por los aguaceros.

De nada le había servido a mi tatarabuelo barricarse junto con su familia, la bodega llena de provisiones, dentro de la casa en lo hondo de la vasta finca que entraba con sus arboledas en las goteras del pueblo. La casa se fue despoblando con cada viaje de carreta, y le tocó irse en el último. Mi bisabuela María se quedó sola en las estancias que con sus muebles y utensilios intactos parecían esperar el regreso de sus habitantes. Cuando la encontró mi bisabuelo Francisco años después, era ya capaz de bastarse sola para manejar la heredad.

Gracias a aquel matrimonio, él había pasado a mejor vida. Se dedicaba a oficios menos rudos que el de la cal, tejer el junco de los asientos, reparar algún cerco, vigilar que los insectos no invadieran las jicoteras, pastorear las vacas y ordeñarlas a veces, bajar a la laguna por agua, y aprovechar entonces para darse un baño, desnudo su cuerpo de gigante flotando en la superficie quieta mientras las lavanderas aporreaban, lejos, la ropa sobre las piedras.

A escoplo marcó los espaldares de las sillas del mobiliario de la casa con el nombre Francisco Silva, olvidándose así de su propio apellido y adoptando el de la esposa acaudalada. Mi bisabuela María simplemente siguió al mando de todo, y agregó una obediencia más a su poderío, que fue la del marido forastero.

De aquel latifundio suyo, desmembrado con el paso del tiempo entre muchos herederos, recibí de mi madre un pedazo de una manzana sembrado de árboles frutales donde levanté hace años una casa de madera. Aquí escribo ahora esta página.

Masatepe, diciembre de 2016
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