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Música, maestro

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A la memoria de Francisco Gutiérrez, Pancho Mambo

La periodista Yamlek Mojica de la revista Niú me hizo a quemarropa una serie de preguntas sobre los gustos musicales de mi vida, que siento no pude absolver de la mejor manera. Frente a la metralla, que no deja lugar a meditaciones, y sobre todo si las respuestas además de instantáneas deben ser tan cortas como un twitt, uno no puede evitar pensar con posterioridad en lo que mejor pudo haber dicho. Es lo que pasa cuando alguien pierde una discusión, que luego imagina las contestaciones filosas y brillantes que hubieran enmudecido al adversario. Demasiado tarde.

Además, creo que la foto de Carlos Herrera, que es muy buena, no me favorece en el contexto. No parece que estoy diciendo que el Mambo No.5 de Dámaso Pérez Prado me transmite electricidad, como sigue siendo cierto aunque sea menguado para el baile, sino que más bien tengo aire de meditar sobre la filosofía de la existencia y la trascendencia del ser.

De manera que esta tarde tranquila del sábado, frente al silencioso verdor de mi ventana, me corrijo y aumento: cierto que la primera canción que recuerdo de mi infancia es Dos Gardenias, cantada en las victrolas por Daniel Santos. 

Me sigue pareciendo de una humilde poesía de imágenes certeras: que las dos gardenias se marchiten porque han adivinado la traición amorosa, es un acierto romántico. La compuso una mujer, la cubana Isolina Carrillo en 1945, y se la dio a cantar primero al que sería su marido, el barítono Guillermo Arronte. Tan imperecedera que hoy ha llegado hasta la voz de Diego El Cigala. 

Eran los pesados discos de pizarra de 33 RPM, antes de la aparición de las roconolas con los discos de vinilo de 45 RPM. En ellos estaba también la voz de Silvana Mangano que cantaba con voz ajena la samba El negro zumbón, sacada de la película Anna, de Alberto Lattuada, donde también la baila. De belleza perturbadora, se la llamaba simplemente “la Mangano”.

Pero también recuerdo de las victrolas el tango Tomo y obligo, en la voz de Carlos Gardel, cuya imagen relampagueaba en las imágenes en blanco y negro de la película Luces de Buenos Aires. Allí lo canta en un boliche rodeado de bebedores amanezqueros. En la oscuridad del cine Darío, que olía a orines y maní tostado, todo el mundo guardaba respetuoso silencio porque Gardel era un héroe popular. A un carpintero del pueblo, las uñas manchadas de maque, le decían Canejo gracias a la frase de ese tango: fuerza Canejo, sufra y no llore, que los hombres machos no deben llorar…

Había muy pocas victrolas en Masatepe, y una de ellas pertenecía a Remigio Sánchez Brenes, el padre de Roberto Sánchez Ramírez, el primero en aparecer con las novedades en el pueblo. Era una victrola portátil, que se guardaba en un estuche en forma de valijita. 

Allí escuché, una y otra vez, En un bosque de la China, cantada por Germán Valdés, Tin Tan, que en sus películas aparecía siempre al lado de su “Carnal” Marcelo. Esta canción, de letra picaresca e ingeniosa, fue compuesta por el argentino Roberto Ratti, como un foxtrot, y llegó a ser un tango en la voz de Hugo del Carril.

La Sonora Matancera dominó evidentemente mi juventud universitaria. Uno de sus solistas era Bienvenido Granda, quien se parecía a Rigoberto López Pérez y por eso halló cabida en mi novela Margarita, está linda la mar, al lado de Juan Legido, de Los Churumbeles de España, célebre orquesta también, a la que me tocó ver actuar primero en el Teatro Salazar de Managua, en el esplendor de su gloria, y años más tarde en el Cine Orión de León, ya disminuida y descalabrada, rumbo a su desaparición.

El Mambo No.5 de Pérez Prado, claro. Pero también el otro suyo, Patricia, que Federico Fellini escogió para el desolado e inolvidable final de la Dolce Vita.

Masatepe, febrero 2015|

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