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Alabanza del beisbol

estadio-nacional

El beisbol ha sido en mi vida una experiencia íntima y aunque alguien alce las cejas en extrañeza, espiritual. Y filosófica. No hablo desde la perspectiva del atleta, pues fui sólo fui bueno para calentar banca, un "maleta" con toda sus letras, sino como espectador creyente en las cábalas insondables del juego, y entrometido en las vida y en las hazañas de los jugadores en el terreno, que de niño se transfiguraban ante mis ojos al verlos con el uniforme puesto y dejaban de ser lo que eran, sastres, albañiles, cortadores de caña, para convertirse en superhéroes con poderes sobrenaturales, como los de las historietas.

Coleccionista de figuritas de beisboleros a ver quién llenaba primero el álbum; apasionado de las transmisiones en onda corta de las series mundiales, Yankees contra Dodgers, en la voz de Bob Canell, y las de onda larga de la liga profesional en la voz de Sucre Frech, ambos locutores personajes mágicos por lo que sus voces contaban creando imágenes de la nada; partícipe encandilado del rito del juego desde las graderías, la novena servidora calentando en el cuadro bajo el deslumbre blanco de las luces de las torres, la vista de los dog-outs, siempre misteriosos como cuevas que eran; el primer hombre al bate, el pujido del árbitro de negro cantando el primer strike, la pelota hacia las profundidades más allá de la cerca de latón encendida con los colores de los anuncios comerciales.

En 1947, a mis cinco años, la gente se agolpaba frente a la casa del vecino en Masatepe, quien había sacado su receptor de radio Philips a la acera, puesto a todo volumen sobre una silleta, y todo el mundo escuchaba con unción religiosa la transmisión desde Cartagena del juego entre Nicaragua y Colombia, Décima Serie Mundial, para gritar en algarabía cuando metíamos un hit, y quejarse en desconsuelo cuando nos metían una carrera.

El año siguiente conocí por primera vez el encanto de la multitud colmando las graderías, en la inauguración del Estadio Nacional, sábado 20 de noviembre de 1948, undécima Serie Mundial, a la que asistí con mi padre y mis tíos, un bus expreso atestado de fanáticos en la oscuridad de la madrugada, las colas interminables, los asientos de sombra, el desfile, las bandas de música, los equipos, el viejo Somoza de gorra roja, barrigón, lanzando la primera bola.

Y los viajes nocturnos con mis tíos Alberto y Carlos José para ver al Boer jugar contra el Cinco Estrellas en los partidos en que los jonrones de Marvin Throneberry hacían sonar las campanas de la iglesia del Carmen porque la bola atravesaba la calle y volaba hasta la torre; o la mañana de domingo en que fui con mis hermanos Lisandro y Rogelio a Masaya y vimos cómo Felipe Montemayor la sacaba del estadio, hasta hacerla caer en la laguna.

Y también la magia de los estadios vacíos que trasladé a mi cuento Juego Perfecto, una historia sobre la esperanza y la derrota, porque el béisbol también es literatura por sus personajes tantas veces trágicos como el de mi otro cuento, El Centerfielder, o cuando encarnan el olvido y la degradación que siguen a la gloria tal como lo puse en Aparición en la fábrica de ladrillos, donde el ángel tutelar no es otro que Casey Stengel, el viejo manager cascarrabias de los Yankees de Nueva York.

El beisbol resulta aburrido hasta la muerte para quien no entiende sus reglas, como cuando todo se resuelve en un duelo de pitcheo y parece que no está pasando nada, pero es una de las tantas veces en que el espectador instruido se convierte en estratega y a lo largo de los nueve innings está sustituyendo permanentemente al manager, aconsejando y dictando jugadas, porque a cada paso se abren posibilidades infinitas, senderos que se bifurcan y al bifurcarse se multiplican, profundidades insondables que hubieran encantado a Borges a quien horrorizaba el futbol.

En el beisbol, desde las graderías, uno puede seguir siendo un niño toda la vida.

Masatepe, noviembre 2017.
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